Sunday, December 16, 2007
Las banderas de nuestros padres
Las banderas de nuestros padres: de héroes prefabricados y otros símbolos
Por Rosendo Chas
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A la sombra de una guerra que aún nos acecha, otra cruzada a la que el pueblo estadounidense fue empujado con mentiras, otro campo de batalla lejano y extraño es retratado en la última película de Clint Eastwood. Las banderas de nuestros padres no son ya las nuestras. El cine comercial hollywoodiense despertó ya hace tiempo del llamado “sueño americano” y ahora, incluso algunos taquillazos como este, escupen amargas denuncias, reproches que trazan líneas de unión entre el pasado y el presente. La decepción de un sector creciente de la población estadounidense respecto a sus gobernantes y a los valores artificiales que en otra época constituyeron el patriotismo se hacen patentes en esta producción.
Una película en busca de autor
Clint Eastwood es un director personal, sin lugar a dudas, algunos incluso han dado en calificarle de autor. Supongo que estos últimos se refieren a que no es un director gris, a que no elige los planos de forma arbitraria, a que suele implicarse en proyectos de cierto interés, y a que, en general, su cine es de agradecer teniendo en cuenta el páramo en que se ha convertido Hollywood en nuestros días. Contraponiendo las obras en las que pudo ser más libre, sí, veríamos unas líneas de unión definitorias de un estilo propio, pero no una firma clara en mi opinión, no signos que nos hagan reconocer su autoría ante una secuencia suelta, sólo un poso sutil. Repasando su filmografía es innegable que nos encontramos ante un director fundamentalmente comercial.
Aún así, quizás otros, como yo mismo, se hayan llevado a engaño por algunas voces que presentaban la nueva película de Eastwood como uno de sus proyectos más personales. Advierto: que nadie entre en la sala pensando que va a reencontrarse con el Eastwood de Bird (1988) o de Sin perdón (Unforgiven. 1992). Banderas de nuestros padres es el proyecto más ambicioso de Clint Eastwood y, por eso mismo, una de sus películas menos personales.
Se trata de una superproducción que ha tenido que respaldar una gran compañía como es la Dreamworks. Y Steven Spielberg como productor, sabemos, no suele desentenderse. De hecho recuerda a los productores de antes. Cuando a David O. Selznick le dijo un periodista que opinase sobre la película más famosa de Victor Fleming, el productor montó en cólera y le cortó sentenciando “Lo que el viento se llevó es mi película. Fleming solo fue el director”.
La influencia de Spielberg se nota en todo lo referente a la recreación histórica –infografía, diseño de producción y demás, por cierto, impecables– y sobre todo en la larga secuencia del desembarco, que cuesta no comparar con la que abre Salvar al soldado Ryan (Saving private Ryan. Steven Spielberg, 1998). Sin embargo, la maestría en estas lides de Spielberg no es alcanzada ni de lejos por Eastwood. El desembarco de Banderas... es muy confuso. Y no me refiero a que el espectador se sienta igual de confuso que un soldado tomando la playa de Iwo Jima, si no a que la continua fragmentación del plano, las tomas semi-acuáticas o bien desenfocadas, los agresivos primeros planos y la enloquecida cámara al hombro, terminan por hacer que te rindas en el intento de dar en tu cabeza algo de continuidad a lo que está sucediendo.
Las batallas son, eso sí, muy impactantes. En Banderas... hay un par de momentos especialmente duros que desde luego me sorprendieron –tengo algo lejana Salvar al soldado Ryan, pero al parecer seguía la misma línea de crudeza visual; a mi me cuesta apartarme de la imagen del Steven Spielberg recatado de sus años mozos, pero supongo que ha superado ya de sobra su famoso síndrome de Peter Pan–.
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Concretamente, durante el desembarco, el momento en que un soldado recibe un impacto directo de la artillería y es decapitado. Su cabeza cae sobre otro compañero que se queda paralizado de terror. Resulta chocante la explicitud de la toma, la cámara enfoca durante unos segundos la cabeza cercenada. Es una toma que resulta algo ajena a la velocidad y confusión del resto de la secuencia.
Hay una secuencia, completamente desligada del resto de la película, como una anécdota que no viniese muy a cuento, que es el momento en el que han tomado ya la colina y, tras largo rato, comienzan a oír unas explosiones bajo tierra. Al investigar un poco descubren que al parecer algunos japoneses supervivientes se han suicidado usando granadas de mano. Un espectáculo grotesco que la cámara nos muestra con detalle. Seguramente la secuencia tiene la única finalidad de reflejar fielmente lo monstruosa que fue aquella batalla, pero dudo que el espectador necesite más pistas a ese respecto llegado ese punto de la película.
Algo que puede que también tenga que ver, en el asunto de la difuminada autoría de esta película, es que otra vez, como lo fue ya en Million dollar baby (2004), el guión es de Paul Haggis.
Este guionista habitual de la televisión dio el salto a la gran pantalla –un salto que merezca la peña reseñar– con Million dollar baby y el mismo año estrenó, en este caso como director y guionista, la celebrada Crash. Ambas le hicieron acreedor de los halagos del gran público... un público que parece haber olvidado que este señor es el creador de la serie de televisión Walker, el ranger de Texas –para quien no lo sepa, una vergonzosa producción, protagonizada por Chuck Norris, sobre un poli tejano que considera apropiado golpear con sus botacas de piel de serpiente los culos de los criminales a los que persigue, sea cual sea el crimen; y eso que Haggis va de sensible–. Donde yo veo a un escritor mediocre que utiliza los recursos más clásicos de la forma más convencional posible, muchos ven a un autor capaz de captar la esencia humana como pocos. Supongo que por eso ganó el Oscar al mejor guión por Crash en 2005.
En cualquier caso el guión de Banderas... no es sólo culpa de Haggis, también lo es en alguna medida de William Broyles Jr., del que solo diré que es autor del guión de la nefasta El planeta de los simios (Planet of the apes. Tim Burton, 2001) –por esa ya se ganó el infierno, así que para qué ahondar–.
¿Hasta qué punto han influenciado la producción y los guionistas la dirección de esta película? Esto es algo que el tiempo dirá.
Cualquier tiempo pasado fue mejor
Es habitual, para contar una historia de estas características, que la narración comience en el presente, y luego, gracias a algún recurso cinematográfico, el típico narrador omnisciente o un simple flashback de algún testigo presencial, viajemos al pasado para ver lo que realmente interesa, el suceso histórico en sí. En ocasiones, en este tipo de estructuras narrativas, el tiempo presente es solo una forma de abrir la película y también de cerrarla. Pero a menudo no es solo eso, es otra línea argumental que convive con la narración pasada y que tiene tanta importancia o más, porque nos da la oportunidad de ver en qué acaba realmente todo, el futuro de nuestros protagonistas.
El caso es que en Banderas... ni una cosa, ni la otra. Las escenas del presente son algo más que un prólogo y un epílogo, aparecen salpicadas por todo el metraje, pero no tienen verdadera entidad. El protagonista aparece en el presente y, por supuesto, en el pasado, pero estas dos caras suyas no se diría que pertenezcan al mismo personaje, el anciano y el joven soldado no están ligados. Además, ni conocemos a sus camaradas –supervivientes de aquella batalla que son entrevistados por el hijo de Doc–, ni conocemos a su mujer, ni llegamos a conocer siquiera a su hijo –que es el narrador–. Y todo esto sucede porque apenas hay escenas en el presente que tengan más de cuatro líneas de diálogo.
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La única escena con cierta entidad que transcurre en el tiempo presente es en la que Doc habla con su hijo en el hospital, momentos antes de fallecer. Es una escena que seguramente se pensó como de las más lacrimógenas de la película, pero dado que conocemos tan poco, no solo al hijo, si no a la persona en la que se ha convertido el padre, la escena no termina de funcionar. Es como un inserto de otra película, de uno de esos melodramas familiares –al más puro estilo Haggis–.
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Un montaje digno de un trilero
Por si fuera poco, al leve peso de la narración en el tiempo presente, hay que sumarle un montaje tremendamente confuso. En un primer visionado, se diría incluso que las escenas del presente han sido colocadas de forma desordenada, no cronológicamente. Y es que, dándole vueltas, empiezas a pensar que quizás no sea una narración en dos tiempos, si no en tres.
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En los primeros minutos de la película el viejo doctor sufre un infarto, perseguido supuestamente por viejos fantasmas. Tras muchos minutos de flashback, al volver al presente, vemos un hombre que entra corriendo en un hospital. Y, casi seguido, vemos una escena en la que este mismo hombre habla tranquilamente con un anciano en un despacho. ¿Por qué corría este hombre? Inicialmente, con los datos que había en ese momento, yo hubiera dicho que llegaba tarde a una entrevista con un anciano en un pequeño despacho de un hospital –quizás el suyo propio, podría incluso elucubrar–. El problema es que estas son dos escenas completamente separadas. El joven corre por que le han dicho que su padre ha sufrido un infarto, y esto no tiene nada que ver con la entrevista que, quizás meses después, hará a un veterano de Iwo Jima.
La clave de este anacronismo la da el narrador cuando dice en off que hasta el último momento apenas conoció a su padre, y que fue cuando este murió que decidió iniciar la investigación sobre aquella batalla que tanto le marcó. ¿Pero por qué entonces la muerte de Doc sucede al final de la película cuando su hijo se ha estado entrevistando con veteranos durante todo el metraje?
Tres tiempos: el pasado, la batalla de Iwo Jima y la promoción de los bonos del Estado; el pasado cercano, la muerte del viejo doctor y el comienzo de la investigación; y finalmente, el presente, la investigación en sí misma, línea temporal al final de la cual nos encontraríamos con el narrador.
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Si efectivamente hubiese tres líneas temporales –cosa por la que no puedo poner la mano en el fuego, aunque vea indicios–, las dos que transcurren en la actualidad deberían estar más separadas para que esto quedase claro. Si por el contrario solo se pretendían dos líneas temporales... bueno, esto no diría gran cosa del responsable de este montaje.
Esta torpeza a la hora de elegir en qué orden colocar las escenas y hasta los planos que aparecen intercalados en algunas de ellas, se evidencia en dos secuencias especialmente: la subida a la falsa montaña conmemorativa y el epílogo de la película.
El verdadero principio de la historia lo marca un flashback que tiene el viejo doctor, el principal protagonista, un recuerdo en el que se ve subiendo junto a dos camaradas a una montaña falsa como parte de una celebración conmemorativa de la conquista en Iwo Jima. Parece que los tres personajes están felices y son aclamados como héroes. La siguiente vez que volvemos a ver lo que sucedió en esta misma conmemoración tenemos muchos más detalles, la perspectiva es mucho más oscura. Esta segunda vez, que marca el final de la historia –aunque no de la película–, al subir a la falsa montaña al doctor le asaltan terribles recuerdos. Durante toda la película, casi tan importante o más que los hombres que sobrevivieron, son los que no volvieron a casa. Hay varios personajes que deberían subir con él a esta montaña de cartón piedra... pero ya no están.
Esos terribles recuerdos que se intercalan en esta escena para evidenciar el tema principal de la película, conforman un montaje poco menos que ridículo. Cada uno de estos recuerdos comienza con un grito, alguien grita el nombre del personaje que estamos apunto de ver morir. Es como si cada una de estas mini-secuencias llevase un epígrafe, una aclaración. ¿Por qué? Me inclino a pensar que lo que pasa es que son tantos los personajes que hemos conocido en Iwo Jima, tan brevemente retratados, que si no dijesen los nombres no sería fácil recordarles, apenas caeríamos en la cuenta de que tenían que estar allí junto a los protagonistas, subiendo a la montaña falsa.
La otra escena que denuncia la ineficacia del montaje es el epílogo. Es una sucesión de datos, una enumeración completamente falta de emoción, hasta el punto de que hubiera sido mejor dejarse a recursos más convencionales en este tipo de películas basadas en hechos reales, como es poner un texto al final explicando dónde acabó cada uno de los protagonistas. A estas alturas de la película, por muy curioso que sea el final del Jefe, por ejemplo, el ritmo se pierde por completo.
Conclusión: una buena historia mal contada
Sorprende que una idea tan buena se haya resuelto de forma tan convencional, sobre todo a nivel de guión. Aunque el verdadero problema no es que se trate de un texto mediocre, el problema son los muchos errores estructurales que entorpecen la narración.
A pesar de todo, la historia permanece. La fuerza indudable de los sucesos que se dieron en aquellos días es difícil de ocultar incluso por la persistente hojarasca que los guionistas han esparcido sobre la idea original. Basada en la novela de James Bradley y Ron Powers, la película no relata, como podría parecer, otra de esas batallas de la Segunda Guerra Mundial que estamos hartos de ver en el cine, sino que centra su atención en las consecuencias de la guerra para los Estados Unidos, a nivel político y social. Un país deprimido –solo diez años después de la Gran Depresión–, que pide a gritos una esperanza, que pide a gritos héroes. Un país traidor que fabrica, usa y luego desecha a sus héroes.
El lema del ejército americano, “Leave no man behind” –no dejamos a nadie atrás–, es también el principal tema de esta película.
Al principio de la película nos lo anuncian ya. En ruta a Iwo Jima un chaval cae al mar durante unas celebraciones y, como la flota no puede detener su marhca, le dejan a su suerte en mitad del océano: “Esto le da un sentido completamente distinto al lema No dejamos a nadie atrás” dice un marino.
Luego nos engañan un poco, con una especie de recurso Rosebud. En una de las primeras escenas el principal protagonista, ya viejo, sufre un infarto. Confuso, lo único que acierta a decir es “¿Dónde está? ¿Dónde se ha ido?”. Por supuesto durante toda la película te preguntarás a qué se refería el viejo. ¿Se referirá a ese viejo camarada de cuya muerte se siente responsable? ¿Pregunta por él?
Porque, claro, ya solo haber sobrevivido a la guerra cuando otras personas, buenas personas, héroes, no regresaron, te hace sentir culpable, te hace pensar que tú no lo merecías más que ellos. ¿Les dejaste atrás?
El lema que el ejército y el propio país han traicionado se convierte en una forma de vida para cada uno de los soldados que estuvieron allí. La conclusión del protagonista es: “fuimos a la guerra por nuestro país, pero una vez allí, luchábamos tan solo por nuestros camaradas”.
Finalmente, el círculo se cierra y, antes de morir, el viejo doctor solo puede pensar en no dejar atrás a un soldado junto al que ha luchado en una guerra muy distinta: su hijo.
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